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jueves, 13 de febrero de 2020

Tour de 1967


El Tour de 1967 se corrió por equipos nacionales. Aquellos eran años de vaivén, en los que pasaba de equipos comerciales a nacionales con alguna frecuencia. Cada corredor lucía un cartel con la publicidad de su marca, pero el maillot era el nacional. En el caso de España, gris cruzado por una franja con los colores de la bandera.

España mandó dos equipos: el A, el suyo, y el Promesa, cuyo jefe de filas era, contradictoriamente, un gran veterano, Fernando Manzaneque, de 33 años. Un manchego duro. Era de Campo de Criptana, el mismo pueblo de Sara Montiel.

Los dos equipos, cuyos jefes eran Gabriel Saura y José Serra, acordaron hacer bolsa común para repartir los premios y comportarse como uno solo. Pero no sería tan así. Unos eran del Fagor, otros del Ferrys, otros del Margnat Paloma... Con frecuencia había acuerdos extranacionales con corredores de la misma marca comercial y de otra selección. Los patronos del equipo con el que se corría el resto de la temporada lo imponían. Era un lío. Y además, a España le faltaron los del Kas, el gran equipo español. El Kas había corrido Vuelta y Giro y sus hombres no fueron al Tour.
La cosa empezó entre optimismo, porque Errandonea cogió el maillot el primer día y Jiménez pasó bien las primeras etapas llanas, incluida la Amiens-Roubaix, con el pavés. Goddet, el patrón del Tour, declara que ha sido el vencedor moral en el pavés. Al salir de esas etapas indemne, refuerza su candidatura.

Pero entre Roubaix y Jambes sobreviene el gran contratiempo. Ginés García desencadena un ataque furioso que destroza el pelotón. Al final se hunde y el resultado es que gana el francés Roger Pingeon, un doméstico de Poulidor. Se pone líder, con más de siete minutos sobre Julio Jiménez. No parece grave en principio, al fin y al cabo no es más que un doméstico instalado ahí por una escapada-bidón.

Pero en los Vosgos, Poulidor sufre un montón de calamidades y pierde 20 minutos. A partir de ese momento, trabajará para Pingeon, todo un refuerzo. Jiménez, que encuentra poco apoyo entre los españoles, busca el de Aimar, compañero de su marca comercial, el Bic, al que él había ayudado mucho a ganar el Tour anterior. Pero en Francia lo detectan y obligan a este a cambiar de actitud.

El resto del Tour es una lucha titánica de Julio Jiménez contra Pingeon, al que va recortando tiempo pacientemente. Una lucha se ve salpicada por la muerte del inglés Tom Simpson, recogida casi en directo por las cámaras. En el paisaje lunar del Mont Ventoux, a una temperatura entre los cuarenta y los cincuenta grados, empieza a dar tumbos a tres kilómetros de la cima. Cae, le montan en la bici, vuelve a caer. El médico le pone oxígeno, un helicóptero le lleva al hospital donde ingresará fallecido.

Calor, falta de líquidos, anfetaminas y hasta coñac se unieron para ese desenlace, que provocó la primera gran alarma contra el doping en el ciclismo. En aquel tiempo, los equipos no podían dar líquidos a sus corredores más que en los avituallamientos. En esa etapa, de 211,5 kilómetros, hubo dos. Los ciclistas paraban en fuentes, cascadas o arroyos. A veces asaltaban los bares. Entraban como alimañas, se llevaban de todo. Ese día, un doméstico de Simpson se había llevado, casi a ciegas, Coca-Cola y una botella de coñac. Simpson bebió de las dos. Poco después moriría. Era campeón del mundo. Murió con el maillot arcoíris.

Cuando Julio Jiménez llegó al Mont Ventoux, demarró. Le acompañó Poulidor mientras pudo, luego cedió para tirar de Pingeon. Jiménez fue adelantando a corredores de una escapada previa, en el llano. Pasó por donde la tragedia sin enterarse. Saura le dijo que ya era primero. Coronó en cabeza el Mont Ventoux ese dramático día. Luego, en la bajada, el grupo de Pingeon y Poluidor le alcanza a quince kilómetros de la meta.

El 17 de julio, la Toulouse-Luchon, cabalgada por los Pirineos, era la gran ocasión. La noche anterior, Saura y Serra reunieron lo que quedaba de sus dos equipos. Se acordó que en el kilómetro 50 saltara Manzaneque. Muy retrasado en la general, por lo que no le vigilarían. Luego saltaría Julio Jiménez, en el Portet d'Aspet, Manzaneque le esperaría y juntos subirían el Mente y el Portillón, para luego descender a la meta de Luchon, se supone que con ventaja decisiva sobre Pingeon.

Manzaneque salió como una bala. Llegó a sacar 17 minutos, a ser casi líder virtual. Luego saltó Julio Jiménez. Todo iba bien. Pero cuando José Serra le dijo a Manzaneque que esperara, este dijo:

—¡Leches!

Y no hubo manera. El coche de Serra esperó al de Saura, que iba con Jiménez.

—¿Qué pasa?

—Nada. Que no quiere esperar.

—¿Pero no le has dicho que Julio va escapado?

—Sí.

—¿Y qué te ha dicho?

—Pues eso, que leches.

—¿Leches?

—Sí. Leches. Y no hay quien le saque de ahí.

Manzaneque llegó a Luchon con un minuto sobre Julio y cuatro sobre el paquete de Pingeon. La ganancia de Julio Jiménez, pues, fue de tres minutos. Se quedaba en la general a 2m 3s. El golpe había fallado.

Aún queda la vigésima etapa, que llega al Puy de Dômme. Pero sin apenas equipo, vigiladísimo, con Poulidor, Aimar y una colación bien pagada en la que entraron Gimondi y varios belgas protegiendo a Pingeon, apenas puede rebañar 24s. La etapa la gana Gimondi. A la contrarreloj del último día, Versalles-París, llegan a 1m 39s. Pingeon, que sale el último, dos minutos después de Julio Jiménez, le alcanza en la llegada. Le toma dos minutos más. Total, 3m 39s.
Julio Jiménez fue segundo en la general y Rey de la Montaña. Nunca ha dejado de pensar que aquel pudo ser su Tour. Lo tenía en las piernas. Pero Manzaneque dijo: "¡Leches!".

Fuente: diario El País

Por Manuel Aguirre (c) 2020





martes, 21 de enero de 2020

Ciclista con clase


Uno de los tópicos más oídos y leídos en las crónicas ciclísticas es el típico: "Qué clase tiene ese ciclista". Tanto se usa que a veces parece un recurso para rellenar cuando no se sabe qué poner. Pero la clase existe, y diferentes protagonistas de esta historia dan fe de ello. No es que la hayan tocado, como Santo Tomás, pero ellos son capaces de olerla, al menos, y ahora nos transmiten con palabras ese olor. Gianni Bugno (ciclista elegante, campeón del mundo): "No lo sé a ciencia cierta, pero creo que es saber resistir en los últimos tres kilómetros cuando tienes a todo el pelotón detrás. Es ese algo más que te llega cuando las piernas solas no bastan. Una fuerza interior, un algo más".

Armand de las Cuevas (que en paz descanse): "La clase la tiene aquel que está capacitado para hacer cualquier cosa en cualquier orden de la vida. Es la prestancia que muestra aquél que se destaca. Mario Cipollini, por ejemplo, tiene clase, no sólo sobre la bicicleta, sino en todas las cosas que hace. Yo no sé si tengo clase. Eso lo tienen que decir los demás".

Raúl Alcalá (corredor mexicano eterno aspirante á un gran triunfo): "Un factor muy importante de la personalidad; un gesto con el que se nace y que hace a una persona ser respetable. Es la sencillez, una educación natural, que no puedes forzar. Yo creo que no tengo esa clase. Quizás como ciclista sí: cuando estoy en forma la muestro si no se nota que paso un día malo".

Laudolino Cubino (escalador con clase aunque de rodilla frágil): "Es la facilidad innata para ir en bicicleta; la qué te hace parecer que lo que haces es muy fácil al lado de otros que van sufriendo".
Eusoblo Unzúe (director del Banesto y descubridor de Induráin): "Las condiciones innatas que el instinto te dice que alguien tiene para ir en bicicleta". Y Unzúe piensa como Cubino: "Hacen ser sencillo lo que parece difícil".

Moreno Argentin (sabio con clase, que le ha permitido ganar muchas carreras): "Es la naturaleza, nada más, la inteligencia del movimiento".

Claudio Chiappucci (corredor de táctica agresiva, fiero escalador): "La clase es ese algo natural e innato que te permite la salvación en aquellas etapas en las que te sientes en dificultad, pero en las que sabes que debes a toda costa estar con los mejores y no perder tiempo".

Fuente: diario El País

Por Manuel Aguirre (c) 2019




sábado, 18 de enero de 2020

Monseñor Pierre-Marie Théas


El hotel Mercure de Montauban está a diez metros de la catedral, en la Rue Notre Dame. Es un edificio antiguo que antes de pasar a formar parte de la cadena hotelera se llamaba Hotel du Midi. Allí murió Manuel Azaña el 3 de noviembre de 1940. Llevaba en él desde el 15 de septiembre. El 17 de octubre escuchó desde su habitación el sonido de las campanas que saludaban al nuevo obispo de la ciudad, Pierre-Marie Théas. Pocos días más tarde, un tribunal militar dictó sentencia de muerte contra el cuñado de Azaña, Cipriano Rivas Cherif, detenido en Francia por la Gestapo. Théas escribió un telegrama a Franco pidiendo clemencia, que conmutó la pena por 30 años de prisión.

El obispo acudía regularmente a visitar al presidente de la República y a la hora de su muerte estaba junto a Azaña en la habitación del hotel du Midi. Después, con la invasión nazi, Théas escribió una pastoral en 1942 contra la deportación de los judíos a los campos de exterminio: "Doy voz a la indignada protesta de la conciencia cristiana y proclamo que todos los hombres, independientemente de su raza o religión, tienen el derecho a ser respetado por los individuos y por los estados". Su homilía fue leída desde Londres por la BBC. En 1944, después de un sermón implacable contra el nazismo, fue detenido y enviado a un campo de concentración. El Vaticano consiguió que fuera liberado.

El obispo acudía regularmente a visitar al presidente de la República y a la hora de su muerte estaba junto a Azaña en la habitación del hotel du Midi. Después, con la invasión nazi, Théas escribió una pastoral en 1942 contra la deportación de los judíos a los campos de exterminio: "Doy voz a la indignada protesta de la conciencia cristiana y proclamo que todos los hombres, independientemente de su raza o religión, tienen el derecho a ser respetado por los individuos y por los estados". Su homilía fue leída desde Londres por la BBC. En 1944, después de un sermón implacable contra el nazismo, fue detenido y enviado a un campo de concentración. El Vaticano consiguió que fuera liberado.

Tras la guerra, Théas fue nombrado obispo de Tarbes-Lourdes, en los Pirineos. En 1948, el Tour recaló en la ciudad de los milagros. La etapa del 7 de julio, entre Biarritz y Lourdes, atravesaba el Aubisque. La ganó Gino Bartali, el Piadoso, que entró con el mismo tiempo que Robic y con tres segundos de ventaja sobre Louison Bobet. El corredor italiano tenía esa etapa en la cabeza. Había prometido postrarse ante la Virgen y depositar a sus pies el ramo de flores del ganador. Al día siguiente, la etapa salía muy pronto, pero antes de la partida, monseñor Théas ofició una misa para el pelotón en la gruta de la Vírgen en la que Bartali ejerció de monaguillo. En su homilía, el obispo les dio un consejo a los corredores: "Señores ciclistas, en la vida, como en las carreras, busquen subir cada vez más alto, más alto".

Entre los congregados, Raoul Remy, que había ganado la etapa entre La Rochelle y Burdeos, se acercó a su colega Paul Nery y le cuchicheó al oído: “¿Tú ves? Siempre es lo mismo. En los discursos solo se acuerdan de los escaladores". Ese día tenían que ascender el Tourmalet, el Aspin, el Peyresourde y Ares. La etapa la volvió a ganar Bartali, que una semana más tarde se vistió de amarillo para ganar el Tour con 26 minutos de ventaja sobre el segundo. Años más tarde, tanto Théas como Bartali fueron nombrados Justos entre las Naciones por su ayuda a los judíos durante la Guerra.

Fuente: diario El País

Por Manuel Aguirre (c) 2019


Monseñor Pierre-Marie Théas



jueves, 9 de enero de 2020

Tour de 1936


Las cosas no estaban para pensar en el Tour el 19 de julio de 1936. Un día antes se había producido la sublevación militar que desembocó en la Guerra Civil y 40 años de dictadura. En España no se miraba a Francia, sino a las tropas africanas de Franco, o a los bandos de Queipo de Llano, que ordenaba a los vecinos de Triana a abrir las puertas de las casas y a los hombres a esperar en la calle con los brazos levantados. “¡Viva España, viva la República!”, proclamaba el general rebelde.

Pero el Tour estaba en marcha, ajeno a la rebelión, y ese día se disputó la etapa entre Niza y Cannes. La ganó Federico Ezquerra, el ciclista vizcaíno de Gordexola, hijo de un capataz de obras de la Diputación, que empezó a correr en bicicleta para curarse una lesión de tobillo mientras jugaba al fútbol de extremo derecha, y que la primera vez que montó en bicicleta se cayó al río con el traje que estrenaba aquel día. Por Ezquerra tocó un pasodoble la banda de música de Grenoble, el 11 de julio de 1934, al día siguiente de coronar en cabeza el Galibier, a veces sujetando con una mano la bomba de la bicicleta, prometiendo “hostias” a quien le cerrara el paso, después de dejar atrás al ídolo francés René Vietto.

Dos años después, Ezquerra ya había aprendido a descender, y pudo ganar en Cannes con dos minutos de ventaja sobre Maes y Vervaecke. Las etapas nunca terminaban en alto y el vasco empezó a saber defenderse en el llano. “No es especialmente bello nuestro Federico, cuando se sube a los pedales, inclinándose hacia adelante, balanceando de un muslo al otro su bicicleta al ritmo seco del metrónomo. El esfuerzo sale del riñón, y parece que este esfuerzo se produce de forma ascendente. La cadera parece tirar del pedal cuando retrocede, en lugar de presionarlo. Esta forma de movimiento proporciona precisamente esta impresión de ligereza”, escribe Jacques Goddet en su crónica del día.

Pero la victoria de Ezquerra queda empequeñecida por las noticias que llegan de España. Cuando termina el Tour, el corredor vizcaíno, junto al madrileño Julián Berrendero y el catalán, nacido en Navarra, Mariano Cañardo, decidieron no regresar a España. Se quedaron en Francia. Los tres corrieron el Tour de 1937, y saludaron a los milicianos españoles de Puigcerdá, desde la línea fronteriza de Bourg-Madame. Un año más tarde regresó Ezquerra, para no ser declarado desertor. Cañardo, mito del deporte republicano y primer ciclista profesional en España, volvió en 1939, y aún ganaría la Volta. Berrendero, que se había quedado a vivir en Pau, cruzó la frontera al acabar la Guerra y fue detenido en Irún. Pasó 18 meses en varios campos de concentración, hasta que recibió el indulto en 1941. Ese mismo año ganó la Vuelta a España, y también la de 1942.

Foto de Mariano Cañardo saluda a unos milicianos españoles de Puigcerdá en el Tour de 1937.

Fuente: diario El País

Por Manuel Aguirre (c) 2019





jueves, 19 de diciembre de 2019

Mundial de 1980


Era el 31 de agosto de 1980 y ninguno de los que lo corrieron lo ha olvidado. La víspera, Anquetil advirtió: “Aquí van a acabar 15”. Lo clavó. Acabaron 15. Ganó Hinault, en el mejor día de su vida. Nuestro Juan Fernández ganó la medalla de bronce. Aún lo tiene por el peor día que pasó en su vida.

Aquello fue en Sallanches, en la Alta Saboya, al pie del Mont Blanc. Un circuito de 13,4 kilómetros, al que había que dar 20 vueltas, así que 268,4 kilómetros en total. La trama estaba en mitad del recorrido: la Côte de Domancy, a las afueras de la ciudad. Una cuesta de 2,7 kilómetros, en los que remontaba 200 metros. Algunas rampas eran hasta del 16%.

Juan Fernández recuerda que fueron tres días antes, a adaptarse. El día siguiente hicieron el circuito: “Cuando subíamos, nos mirábamos unos a otros. Nos estábamos diciendo todos lo mismo con la mirada: que no acabábamos ni uno”.

Para más inri, llovía cuando los 127 corredores se pusieron en marcha. Desde el inicio, Hinault se puso en cabeza, junto a algunos compañeros y metió tralla. En la tercera vuelta intentó saltar De Muynk e Hinault en persona le neutralizó. Luego mandó por delante a Mariano Martín y él siguió hostigando al pelotón, poseído de una rara furia. Llegaba a aquel Mundial con rabia contenida. Había ganado el Giro, pero el Tour lo tuvo que abandonar, líder y con tres etapas ganadas, por una tendinitis. Sufrió críticas por haber intentado abusar de su cuerpo, por creerse un supermán. Y decidió cobrárselas ese día.

Con aquel ritmo, muchos pasaban la cuesta con dificultades, y en la persecución en la bajada sobre mojado, las caídas abundaban. Cada vuelta le sacaba al pelotón una loncha de corredores, primero los que caían, luego los que caían más los agotados, que al paso por meta se apeaban. Moser, Kneteman, Rass, los tres últimos campeones, estuvieron entre los primeros damnificados. Los españoles empezaron a caer como fruta madura a la mitad de la prueba.

En la vuelta 13, Hinault se escapó. Pollentier, Baronchelli, Millar y Marcussen salieron tras él, y consiguieron alcanzarle. Pero en cada subida, él pegaba un zurriagazo y así los fue dejando. El último al que soltó fue a Baronchelli, a tres vueltas del final. Y ya siguió solo hacia la victoria.

Poco después abandonó Rupérez: “No puedo más”, le dijo a Juan Fernández, que para entonces ya pensaba “qué pinto yo aquí”. Meditaba apearse antes de la cuesta cuando se le acercó el coche de Mendiburu, director de equipo: “¡Dale, Juan, dale, sufre ahí! ¡Eres el último que nos queda, terminar hoy ya es una proeza!”. Juan Fernández iba aterido, acalambrado y agotado, pero se sintió obligado a sufrir tres vueltas más.

Hinault entró triunfante, en un tiempo de 7h 32m 16s, siete horas y media largas en las que pareció disfrutar torturando a sus compañeros de oficio. Al minuto y pico entró Baronchelli. A casi cinco rodaba un grupito sufrido y doliente, en el que aún se sorteaba un premio, la medalla de bronce. Juan Fernández, Marcussen y Roger de Vlaeminck se descolgaron en la última subida, en la que se les fueron Panizza, Boyer, Pronk y Nilsson. Los rezagados apretaron y consiguieron conectar en la última curva el circuito, cuando los de delante ya se vigilaban unos a otros. Con la fusión, saltó Boyer, y tras él De Vlaeminck, que le neutralizó. En el consiguiente parón, saltó Juan Fernández, aún no sabe ni cómo: “Todos estaban agotados, ninguno salió, yo lo intenté, y ¡premio!”. Luego irían llegando seis corredores más, demacrados, sostenidos por el amor propio de terminar.

Para entonces, una medalla de bronce en el Mundial era una proeza en nuestro ciclismo (sólo lo había conseguido Tarzán Sáez, en 1967, luego Juan Fernández lo haría dos veces más). Mendiburu le abrazó emocionado: “¡Nos has salvado, nos has salvado!”. Para él hubiera sido una vergüenza que ningún español llegara.

Subió al podio como un autómata. Alguien le pidió un autógrafo y lo firmó con dedos tan agarrotados que luego no podía soltar el bolígrafo. Y de ahí, al control antidopaje.

“Era en el segundo piso de un polideportivo. Subí como un anciano, agarrándome a la barandilla, vacilante. En eso me pasó Hinault, que subía los escalones de dos en dos. Me miró, me sonrió y me dijo: ‘Ça va? [¿cómo estás?]’ Y siguió para arriba”.

Fuente: diario El País

Por Manuel Aguirre (c) 2019





lunes, 9 de diciembre de 2019

El Comienzo del Tour


A veces se muere de éxito. El primer Tour, el de 1903, despertó una atención inusitada y en 1904 los organizadores acabaron desbordados: "Hoy acaba la segunda edición", escribía L’Auto el 25 de julio. "Será, nos tememos, la última". El artículo se titulaba "El final". El patrón, Henri Desgrange, cree que la carrera ya no es sostenible, les desborda. En 1904, comenzaron 87 ciclistas, 20 más que en la primera edición. Tenían que ser 88, pero Serres tiene que abandonar antes de empezar porque camino de la salida le roban la bicicleta en la puerta de un café donde se ha parado a descansar.

Desde el periódico Le Vélo, el rival de L’Auto, lanzan acusaciones veladas, maledicencias. Empiezan las reclamaciones, los rumores de fraude. El 9 de julio, por la noche, camino de Marsella, un corredor local, Faure, toma la delantera en el alto de la República. Le persiguen los hermanos Garin y el italiano Gerbi, que son asaltados por los espectadores aprovechando las sombras de la noche. Gerbi tiene que retirarse porque le rompen un dedo; Maurice Garin sufre de un brazo. Es el propio Desgrange el que disuelve el motín cuando llega con su coche y dispara al aire con su pistola.

Entre Nimes y Toulouse, la turba vuelve a asaltar al pelotón en Gard, después de la exclusión de la carrera de su paisano Payan. Otra vez golpean a Garin y a Pothier. Ambos corren con los colores de la marca de bicicletas La Française, a las que algunos periódicos acusan de ser beneficiada por la organización. Faure, el centro de la controversia en la etapa de Marsella, se retira, "para evitar que me maten". La prensa marsellesa y Le Vélo, recrudecen las críticas.

En la única etapa que se celebra totalmente de día, entre Toulouse y Burdeos, un grupo de saboteadores lanza clavos y chinchetas, hay decenas de afectados en el pelotón. Aucouturier pierde más de 30 minutos por los pinchazos. Entre Burdeos y Nantes no pasa nada, pero antes de la última etapa con final en París, la redacción de L’ Auto recibe un mensaje de amenaza: "Ustedes hicieron perder a Beugendre en Burdeos y lo pagarán en Orleans", así que se modifica el itinerario para evitar problemas. Al llegar al Parque de los Príncipes, la organización declara vencedor a Maurice Garin y Desgrange anuncia que, posiblemente, ese ha sido el último Tour de la historia.

Pero las cosas no han acabado. Aleccionados por los enemigos del Tour, la Unión Velocipédica Francesa decide, el 30 de noviembre, sancionar a Maurice Garin por dos años, por infringir las normas sobre la prohibición de entrenadores, vehículos en carrera y ayudas entre corredores. A Pothier le suspenden de por vida, César Garin y Aucouturier son relegados en la clasificación y Cornet se convierte en el ganador del Tour. Garin se retira del ciclismo y, hasta su muerte en 1957, denunciará la injusticia de su sanción.

Y el Tour sigue adelante. Géo Lefevre, la mano derecha de Desgrange, le convence para organizar la edición de 1905. La desaparición del periódico rival, Le Vélo, le ha dado un respiro.

Fuente: diario El País

Por Manuel Aguirre (c) 2019


Henri Cornet, ganador del Tour de 1904




jueves, 28 de noviembre de 2019

Amarillo en el Tour


En la historia del Tour, solo Merckx (111 veces), Armstrong, el proscrito de los siete Tours borrados (83), e Hinault (79) han estado más tiempo de amarillo que Indurain, quien lo vistió 60 días y ganó cinco Tours seguidos, de 1991 a 1995. Froome se ha quedado en 59; Anquetil llegó a 52.

A Indurain, navarro del 64, le dicen extraterrestre con admiración y con cierto punto de fastidio. Rompió el molde y acabó con los tópicos que querían que el ciclista español fuera escuálido, renegrido y escalador. Y el Indurain íntimo, tan silencioso sobre su vida, tan pudoroso con sus sentimientos, tampoco cuadra con lo que se espera de un deportista. Los que han vivido a su lado coinciden en que el día que más feliz le han visto ha sido el viernes 19 de julio de 1991, cuando subió al podio de Val Louron después de una etapa de 234 kilómetros en los Pirineos, un ataque en el Tourmalet y un descenso y una colaboración con Chiappucci —para ti, la etapa, le dijo al italiano como Bahamontes a Gaul, para mí el amarillo—, tiró la gorra de Banesto al aire y, para pasmo y consternación de José Miguel Echávarri, se caló una del Crédit Lyonnais, amarilla, a juego con el primer maillot amarillo de su vida. Y los ojos le chispeaban. Después, como líder que era, voló al hotel en helicóptero, sin los atascos que castigaron a los demás. Y él, años después, resume así, frío y funcionarial, ese momento: “Los 60 maillots tienen su valor porque significan que has estado siempre delante, has superado muchas adversidades y no has tenido mala suerte. Y eso es muy difícil conseguirlo. Guardo con especial recuerdo el de Val Louron porque fue el primero y porque significa que por fin consigues algo que llevas buscando mucho tiempo, y el de París del 91 porque ese día haces realidad un sueño que tienes desde niño al ganar el Tour”.

Fuente: diario El País

Por Manuel Aguirre (c) 2019




viernes, 22 de noviembre de 2019

El puta Merckx


El puta Merckx era Eddy Merckx, en el lenguaje de Luis Ocaña. Para el resto del mundo ciclista era El Caníbal. El mejor ciclista de todos los tiempos. Su palmarés no admite comparación con el de ningún otro. Fue un adoquín en la vida de Ocaña, que sin la competencia del belga (ambos nacieron en 1945) podría haber sido el gran campeón durante varios años. Por eso le llamaba “el puta Merckx”. Nunca, se refirió a él de otro modo, y tengo que decir que en la expresión no era de desprecio ni insulto, sino admiración.

Para 1971, Merckx había ganado consecutivamente los dos Tours anteriores, entre otro montón de grandes victorias. Esos triunfos en el Tour llegaron acompañados del maillot verde, del de la montaña y el de la combinada. Y de un buen puñado de etapas. Y de triunfos de todo orden: Giro, Mundial, Milán-San Remo, cualquier tipo de clásica, récord de la hora…

Ocaña, que el año anterior había ganado la Vuelta a España y una etapa del Tour de Francia (en Saint Gaudens, luego se verá por qué lo preciso), decidió que ya era suficiente. Que había llegado la hora de pararle los pies al puta Merckx. Entonces corría mucho en el mundillo del ciclismo (todos los veteranos retirados, un poco pelusones, lo decían así) el comentario de que Merckx corría con una ventaja: no tenía rivales, o los que tenía no se atrevían con él. Así que dictaba la ley. “Si está bien, ataca; si no está bien, nadie le ataca, nadie le mueve, porque nadie se atreve”. Ese era el sentir general.

Ocaña se hartó y decidió confabularse con Juan Manuel Fuente, El Tarangu, asturiano, escalador sensacional, aunque con mala cabeza para regularse y una tendencia a las pájaras imprevisible. Un genio, un Curro Romero de las montañas. Cuando saltaba sólo había dos posibilidades: o reventaba a todos o reventaba él. La probabilidad venía a ser, exactamente, del cincuenta por ciento. Ocaña corría para el BIC, Fuente para el Kas, pero no les costó aliarse. Ambos se podían sentir aludidos como parte principal del grupo de sospechosos de no atreverse con Merckx. Y ambos eran de ese tipo de hombres que puede soportar cualquier cosa menos una acusación de cobardía.

Y estos protagonistas, se las verán un 9 de julio de 1971, en una etapa difícil de olvidar, sobre todo para los amantes de Ocaña: Orcières-Merlette - Marseille.

Continuará...

Por Manuel Aguirre (c) 2019


Luis Ocaña y Eddy Merckx



martes, 19 de noviembre de 2019

Miguel Indurain


"Miguel ganará el Tour antes que la Vuelta'.

La profecía (acertada: Miguel Indurain nunca ganó la Vuelta) la hizo Eusebio Unzue. Difícil de creer todavía aquel 1991 en que Indurain llegaba al Tour después de haber quedado segundo en la Vuelta tras Mauri.

Fue en 1986 cuando a Unzue se le escaparon las palabras históricas. En el Izoard. Miguel Indurain, un joven de 22 años demasiado grande para ser ciclista, acababa de remachar su triunfo en el Tour de la Comunidad Europea (denominación un par de años del veterano Tour del Porvenir) con un soberbio acto de afirmación en el legendario puerto alpino. 'Solté la frase', cuenta Unzue 15 años después, 'porque vi que Miguel que tenía la vitola de gran contrarrelojista y sólo bueno en la media montaña asimilaba a la perfección la alta montaña, la montaña del Tour'.

La profecía marcó desde entonces el camino de Miguel Indurain. O no. O simplemente confirmó lo que la naturaleza ya sabía. 'Miguel fue un predestinado', dice José Miguel Echávarri, el otro navarro a quien con Unzue, el destino señaló para llevar a Indurain hasta el Tour.

El primer Tour de Indurain llegó cinco años más tarde, cuando España era aún Perico, Perico, Perico y, aunque ahora suene raro, pocos estaban en el secreto de que el navarro moreno de ojos negros, tallado en la roca, gigante de 1,88 metros y 80 kilos, era de verdad el hombre Tour.

'Claro que era el hombre Tour', continúa Unzue. 'Y claro que el 91 debía ser su año, aunque ahora haya gente que piense que en el 90 ya debimos hacer el relevo. Pero 1991 era el año. Era inevitable'.

Indurain ya había corrido seis Tours antes de 1991. 'Años en los que corría, observaba y anotaba', dice Echávarri. Años en los que acumuló experiencia, en los que conoció todos los puertos, todos los trucos, todas las claves del Tour. 'Poco más podíamos enseñarle', dice Unzue. 'Miguel, en 1991, sudaba Tour. Le marcó el Tour del Porvenir de 1985, donde empezó a construir sus sueños; y los hizo realidad en el Tourmalet. Es la progresión más lógica, y espectacular, de la historia del ciclismo'.

Indurain ya había corrido seis Tours y en cada uno de ellos había mostrado un detalle. Pero fue a partir de 1988 cuando más que detalles eran notas de alto ciclismo las que pulsaba el gigante navarro.

'Yo no le vi llegar', dice Perico delgado, el gran amor de la afición española. 'Yo le vi aterrizar directamente a un nivel medio-alto. Ya me fije en él, que quedó segundo en el prólogo de la Vuelta del 85, y vi en él un rodador grandote, nada más, el tipo que le gustaba a Eusebio por aquellos tiempos. De hecho, hasta que no volví al Reynolds y le vi de cerca no le vi en realidad'.

Perico Delgado, el hombre al que relevó, se convenció pronto de que Indurain era de verdad algo grande. Fuen en 1998, el año de su Tour. 'Fue todo el Tour, un trabajo único. Pero fue, sobre todo, la etapa de Luz Ardiden, la que ganó Cubino. Miguel estaba entonces en el segundo nivel, la gente que no trabaja en los primeros puertos, pero tampoco en los últimos. Le tocaba hacer el Peyresourde, un puerto que no está mal. En teoría debía marcar un tren bueno, pero tampoco muy rápido. Para controlar a los fugados en la distancia y para castigar un poco a los del grupo. Y hacerlo sólo unos cuantos kilómetros. Pues bien, Miguel se puso a tirar, uno, cinco, diez kilómetros, con esa marcha suya; y no sólo cogió a los escapados, sino que los alcanzó y los dejó tirados; y además, el grupo en que íbamos, que éramos unos 40 lo dejó en 10 y hechos polvo. Aquel día me demostró, nos demostró, se demostró, que tenía una capacidad escaladora que se adaptaba muy bien al Tour'.

La evolución no se paró nunca. A Indurain ya le tocaba ganar. Llegó 1989. Otro detalle-exhibición. También, claro, en la montaña. Fue una cabalga a lo Virenque, sí, a lo Virenque. 80 kilómetros en solitario y ganado en Cauterets. Se acuerda muy bien, es imborrable, Eusebio Unzue. 'Saltó ya muy cerca de la cima de Marie Blanque y se lanzó en el descenso, y luego, solo, se hizo el Aubisque y Bordères hasta llegar a Cauterets, la cima de Cambasque. Y ganó. Este Miguel es el que nos robó luego el amarillo del Tour, al que no se le volvió a ver hasta la etapa de Lieja del 95, un Miguel al ataque, agresivo, como a él le gustaba ser. Pero también sabía que para ganar el Tour había que usar la cabeza. Y la usó'.

Perico Delgado también se acuerda de aquel día, de aquel Tour. 'Fue el Tour de Luxemburgo, de los 2.40 de retraso en el prólogo y la necesidad de ganar tiempo todos los días. Aquella etapa se lanzó Indurain en el descenso y no volvimos a verlo. Poco después se fue Fede Etxabe, y le dijimos desde el grupo que si estaba loco, que Miguel bajaba muy bien, que no le iba a coger. Poco después le pasamos a Fede. estaba parado en una cuneta, pálido. No llegó a caerse, pero bordeó el precipicio. Tanto arriesgó para intentar cazar a Miguel. Luego, en el último puerto, cuando vi que no ponía en peligro la victoria, salté yo, y saqué casi medio minuto a LeMond y Fignon'.

Indurain crecía a la sombra de Perico. 'Fue su gran suerte', dice Unzue. ''Nunca fue protagonista porque por encima estaba el mito Perico. El anonimato le protegió. Y estar sin presión en un equipo con Arroyo, Gorospe, Perico...'

Creció tanto que hubo dudas en 1990, después de aquel Tour. ¿Perico o Indurain? ¿Quién debería haber sido el líder del Banesto? Algunos se lo preguntaron justamente después de la etapa de Alpe d'Huez. Aquel Tour Perico lo terminó cuarto a cinco minutos de LeMond e Indurain décimo a 12 minutos. 'Y 10 minutos', recuerda Unzue, 'los perdió en la etapa de Alpe d'Huez. Los perdió después de hacer lo mejor que le habíamos visto hacer nunca en Francia. Fueron sólo 20 kilómetros. Qué 20 kilómetros. Miguel iba con un grupo de fugados desde el comienzo, el larguísimo Madeleine y el Glandon, y la bajada por la Croix de Fer. Acababan de bajar el último puerto y ya tenían encima al grupo de los favoritos. Era un repecho de cerca de un kilómetro. Allí saltó Perico y enlazó con el grupo de Miguel. Faltaban 20 kilómetros para el pie de Alpe d'Huez. Miguel tiró de Perico esos 20 kilómetros y le dejó en el último puerto con 2.30 sobre LeMond y su grupo. Desgraciadamente Perico no pudo rematar'.

Aquel día, aquellos 20 kilómetros, fueron fundamentales. 'Aquel día Miguel confirmó lo que todos pensábamos. Aquel día, Miguel se dio cuenta de que el Tour estaba en sus piernas', dice Unzue.

'Aquel día', recuerda Delgado, 'yo estaba con gastroenteritis, aquel Tour no pude hacer nada. Pero aquellos días hablaba bastante con Miguel. Él me decía que temía a la montaña, pero que veía que la superaba; pero lo que más temía, me decía, eran las tres semanas. 'Yo soy un corredor de una semana, a lo sumo de dos, pero con tres semanas no puedo', me decía. Y aquel 1990 hizo lo de Alpe d'Huez. Y luego en los Pirineos le ganó un mano a mano en Luz Ardiden al mismísimo Greg LeMond. Ya, definitivamente, perdió el miedo a la tercera semana'.

Llegó 1991. La gran fortuna del Banesto. La llegada de Indurain era inapelable. ¿Y el declive de Perico? ¿Cómo podrían convivir los dos en el equipo? ¿Quién sería el líder? 'Teníamos que nadar y guardar la ropa', dice Unzue. 'teníamos que gestionar el declive del mito Perico. En 1990 no había duda: el líder era Perico, pero en 1991 salimos con las dos cartas. había que seguir tratando a Perico, no lo podíamos enterrar. El relevo no podíamos hacerlo de antemano. Y tampoco podíamos decir de antemano que Miguel era líder y cargarle de presión: no, hasta que no estuviera de amarillo, la presión la cargaría Perico. Decidimos que fuera la carretera la que decidiera, pero nosotros en la cabeza ya lo teníamos hecho'.

La carretera, el Tourmalet, decidió a favor de Indurain. El gran relevo del deporte español, el momento más temido, la sucesión en un trono, un asunto que tantas veces se resuelve en golpe de estado sangriento, o en incomprensión histórica, se hizo de la manera más suave e incruenta. Como si la llegada de Indurain fuera un designio histórico, una necesidad.

'La llegada de Miguel fue un bálsamo. En 1991 yo llevaba un año muy malo', recuerda Delgado. 'Me habían hecho competir mucho, el Giro y no sé cuántas carreras más, siguiendo la moda de LeMond y Fignon. Pero ellos, el americano y el francés, lo hacían porque se entrenaban poco. Y yo era al revés: me gustaba coger la forma entrenándome y no compitiendo. Así que ese Tour nunca fui cómodo'.

Primero fue Jaca. El 19 de julio el Tour hacía etapa en la ciudad aragonesa. España entera esperaba una exhibición del periquismo. Pero nada. Protagonizaron la jornada actores secundarios franceses y suizos. Los del Banesto no se movieron. Fue el primer síntoma del cambio pero pocos lo supieron interpretar: llegaba la montaña, se llegaba a españa y no se armaba espectáculo para la afición española que llenaba las cunetas. Traición. 'La consigna era clara: teníamos que estar relajaditos y atentos a que no se fuera nadie importante, pero, sobre todo, ahorradores, no gastar muchas fuerzas, que al día siguiente tocaba etapón. Nos llovieron los palos'.

'La gente se volvió loca porque habíamos ido con calma', dice Unzue. 'No entendían que no hubiera espectáculo para españa y no estuviéramos en la escapada. Fue uno de los días difíciles de perico. Y fue uno de los más tristes de mi vida. Por la incomprensión'.

13ª etapa. 20 de julio. Jaca-Val Louron, 232 kilómetros. El etapón que terminó con Miguel Indurain de amarillo. 'Fue una etapa de selección natural. Una etapa de espera. Tanta montaña que no hacía falta atacar', cuenta Unzue. 'La salida de España fue muy tranquila, por el Portalet; el Aubisque se subió a ritmo, y el Tourmalet, sin ataques de nadie, puso a cada uno en su sitio. Hizo una radiografía de toda la carrera, de toda la historia. Se hizo una pequeña selección, con siete u ocho arriba. LeMond y Fignon se quedaron. También Perico. Una vez coronado, arrancó Chiappucci, y con él se fue Miguel. El Tourmalet fue testigo del relevo. Yo iba con el coche por delante, con Miguel. Imposible seguirle en el descenso. hasta perdimos una bici que se nos saltó de la baca en una curva violenta. Allí la dejamos. Bajaban a 100. Por la radio hablaba con José Miguel, que iba detrás de Perico y me pedía que le contara lo de Chiappucci y Miguel'.

Fue duro para Perico. 'Pero no tanto', dice Delgado. 'La consigna era atacar, empezando por gente como Gorospe. Y nada más empezar el Tourmalet se me fue la fuerza y no aguanté nada. Se me vino el mundo encima. Toda la gente esperando a Perico y Perico, allá atrás. Ya subiendo Val Louron me enteré de que Miguel se había puesto de amarillo. Eso fue lo mejor que me podía pasar. Yo estaba desanimado y deprimido, pensando que quizás ya llegaba mi fin, pero trabajar para Miguel fue un aliciente para mí. Desde entonces disfruté con el ciclismo. Hice un ciclismo más relajado. Miguel me había salvado. A partir de ahí me agarré al maillot amarillo de Miguel. La prensa me ayudó, me dio un papel único en vez de machcarme: me convertí en el gregario de lujo'.

Miguel Indurain se vistió de amarillo y ganó el Tour. Luego llegarían cuatro más y la historia se transformó. Tanto que ya apenas se recuerda al Indurain anterior a su primer amarillo.

'Yo siempre lo dije', recuerda Delgado. 'Si Miguel cogía el maillot jaune no lo perdería. Le daba serenidad el amarillo. Era diferente a todos, le daba distancia, era su grandeza'.

'Es el corredor que mejor ha aguantado el jaune', explica Unzue. 'Sencillamente porque Miguel nunca cambió. Estaba igual con el maillot burdeos de la Vuelta a Rioja que con el amarillo del Tour'.

Fuente: diario El País

Por Manuel Aguirre (c) 2019






miércoles, 13 de noviembre de 2019

Raymond Poulidor (1936-2019)


Raymond Poulidor siempre estaba en el Tour con su niqui amarillo de Crédit Lyonnais firmando fotos, maillot, dando charla a los que querían vivir de su memoria, y siempre que le preguntaban por Bahamontes, decía “¡Ah, El Picador!”, con una sonrisa maliciosa en los labios, pero el último Tour, el 48º en el que participaba si se tienen en cuenta sus 14 Tours como corredor, cuando un periodista le preguntó, no tuvo ganas de hacer la misma broma, como si le aburriera ya, a los 83 años, repetir el papel una y otra vez, y respondía casi con gestos de mal humor. En el último Tour, Poulidor se dejaba hacer, firmaba, posaba, y hablaba poco. Cumplida su tarea, su mirada se abstraía.

Solo le animaba mínimamente saber de los progresos de su nieto, Mathieu van der Poel, que este año ha irrumpido entre los mejores del mundo, un ganador nato, y las locuras en la carretera de Julian Alaphilippe, otro ciclista al que reconocía como heredero, aun simbólico, de su sangre.

Cuentan sus familiares, su viuda Gisèle, sus hijas Isabelle, Corinne, madre de Van der Poel, que Poulidor regresó de su último Tour que ya no era Poulidor, que se cansaba, que se quedaba dormido, que se distraía. Un edema pulmonar grave, señal de que su corazón ya había perdido la fuerza, obligó a hospitalizarlo a finales de septiembre. Después de pasar unos días en el hospital de Limoges, la capital de su provincia en el centro de Francia, pidió que le trasladaran el 8 de octubre al hospital más modesto de Saint Léonard de Noblat, el pueblo cercano a Limoges en el que ha vivido toda su vida y donde murió el miércoles a las dos de la mañana, a 30 kilómetros de la granja agrícola en la que había nacido el 15 de abril de 1936, miércoles, a las dos de la mañana, quinto hijo varón, en el dormitorio de sus padres, aparceros.

Poulidor es el único ciclista al que se destaca siempre por lo que no ha conseguido que por sus victorias, que fueron muchas (189) y excelentes. Poulidor ganó una Vuelta, la del 64, gracias a una contrarreloj de más de 70 kilómetros por Tierra de Campos, entre Villalón y Valladolid; ganó un campeonato de Francia, una Milán-San Remo, una Flecha Valona, dos París-Niza, una Dauphiné, una Midi Libre… En sus 18 años de carrera profesional, de 1962 a 1977, Poulidor nunca ganó el Tour, no logró siquiera vestir el maillot amarillo un solo día. “Bien podría decirse, sin embargo”, escribió Antoine Blondin, escritor y cronista del Tour, “que más que faltarle a Poulidor la gloria del Tour es al maillot amarillo al que le falta la gloria de Poulidor”.

Poulidor fue Poupou por decisión de un periodista que se empeñó en popularizarle con un apodo cuando empezó a destacar, y desde entonces, el “vas-y-Poupou” (dale, Poulidor), con el que se anima a la gente, forma parte del francés como también la palabra poupoularité, pues si Poupou no fue el rey de la carretera las décadas de los 60 y los 70, cuando el ciclismo fue del deporte rey en media Europa y el Tour, la joya, sí que fue el corredor más popular, el más cercano y el más querido por el pueblo, que sentía suyo al campesino que representaba una Francia que ya desaparecía arrasada por el desarrollo industrial y urbano. En las encuestas de la época, el 65% de los franceses se declaraba poulidorista, el 80% sabía quién era, y casi el 50% lo elegía cuando se les preguntaba a qué famoso invitarían a su cena de Navidad.

Solo pudo Poulidor comenzar a ser ciclista pleno cuando sus padres se trasladaron a finales de los 50 a una granja mecanizada, con tractor y rudimentarias cosechadora y empacadora que les dejaba algo de tiempo libre. Hasta entonces trabajaba con un arado tirado por dos vacas con el que binaba, sacaba patatas, arrancaba árboles para tener leña en invierno, y hacía los recados con la bici de su madre. Y llegó ya talludo al pelotón –debutó de profesional a los 25 años y en el Tour a los 26— porque debió cumplir un servicio militar de 28 meses entre Coblenza, Alemania, y Argel, en los tiempos de la guerra de independencia de la colonia.

Subió ocho veces al podio del Tour, tres veces, segundo, y cinco veces, tercero, lo que le valió el apelativo de eterno segundo, sinónimo de derrotado, una imagen que casa mal con su verdadero espíritu, la de un campesino tenaz, perseverante, paciente, un luchador estoico que maldice por dentro su mala suerte pero que un nunca se cambiaría por otro. A Georges Marchais, secretario general del partido Comunista Francés, le preguntaron si su partido no era el Poulidor de la política, y él respondió que a Poulidor se le había subestimado toda su carrera.

Corrió toda la vida con el mismo maillot, el del Mercier, la fábrica de bicicletas de Saint Étienne, violeta con mangas amarillas, y dirigido por el mismo director, Antonin Magne, su boina vasca y su blusón blanco para que todos le distinguieran desde lejos, y una divisa: “No hay gloria sin virtud”, y la virtud está en el agua, le recordaba, no en el champagne que tanto bebe Anquetil, o, como mucho, un tercio de vino diluido en dos tercios de agua.

Fue el Bartali de los franceses. Fue el ciclista de otra época que hizo de puente hacia los tiempos modernos. Llegó a correr con Louison Bobet, el dios de los años 50 y en su último año de carrera, en 1977, ya destacaba en el pelotón Bernard Hinault, el dominador de los años 80. Y tuvo siempre por delante a dos monstruos cuyas victorias han marcado el Tour, los dos primeros que ganaron cinco Tours. Fue segundo, en 1964, en el último podio de Jacques Anquetil, la quinta victoria de la otra Francia, la moderna que llegaba, la urbana y libre, y, 10 años más tarde, subió segundo también detrás de Eddy Merckx, que festejaba su último Tour. En 1976, 40 años ya cumplidos, Poulidor se despidió del Tour desde el tercer puesto de un podio compartido con Lucien van Impe y Joop Zoetemelk. En dos podios (1962, el año de su debut, y 1964) estuvo por debajo de Anquetil; en tres (1969, el primero del Caníbal, 1972 y 1974), por debajo de Merckx. Raphäel Geminiani, el director de siempre de Anquetil, cáustico, le decía, "ves, Raymond, media carrera la has pasado a rueda de Anquetil y la otra media a rueda de Merckx". Y Poulidor, que le conocía, le respondía, "sí, sí, pero no cualquiera habría podido". Después, recibió una visita de Anquetil, ya retirado. "Ya ves, Raymond", le dijo maître Jacques. "Te tengo que pedir un favor. Ya ves, mi hija quiere una gorra tuya firmada... Ha a prendido a decir Poupou antes que papá..."

Fue el ídolo de los padres a los que los hijos jóvenes observaban en la cocina con su navaja cortándose unas rodajas de chorizo mientras escuchaban el Tour por la radio, y les decían a sus chavales, "hoy ataca Poulidor, ya verás, hoy cede Anquetil, hoy cede Merckx", y Poulidor atacaba, y siempre se caía, y cada caída era un desastre que le hacía maldecir y pensar que era víctima de una maldición. Esperando a Poulidor pasaron su vida de aficionados, y nunca le recriminaron la espera. “Perdí el Tour del 64 porque en una contrarreloj pinché y cuando me iba a cambiar la bici frenó tan fuerte el coche de Magne que el mecánico salió despedido por un terraplén con la bici al hombro, y tuve que bajar a rescatarla y tenía el manillar torcido, y luego no me entraban los pies en el calapié”, relataba años después Poulidor, más que enfadado, fatalista, cuando hablaba del Tour que multiplicó, como nada, su popularidad. Fue el Tour del codo a codo con Anquetil en el Puy de Dôme, 500.000 personas en las laderas del volcán, millones ante la pantalla de su televisor. Ganó la etapa Julio Jiménez, y Poulidor siempre lo lamentó porque con la bonificación que se llevó el Relojero de Ávila habría derrotado para siempre a Anquetil. “Sí, siempre me lo decía Poulidor, ‘Julito, me hiciste perder el Tour”, recuerda el abulense, íntimo de Anquetil, anquetilista perdido. “Y yo siempre le repito, Raymond, el problema es que eres muy tacaño y no me fiaba de ti. Me dijiste que si no ganaba me dabas buenos francos, y yo te los pedí por adelantado, y como no me los diste, no te esperé”.

Anquetil era solo dos años mayor que Poulidor, pero ya en 1957 ganó su primer Tour. También murió antes, en 1987, víctima de un cáncer. Poulidor, con el que se hizo íntimo, fue a visitarle unos días antes de que muriera, y Anquetil, que sabía que la muerte llegaría pronto, le dijo: “Ya ves, Raymond, también en esta carrera vas a terminar segundo”.

Fuente: diario El País

Por Manuel Aguirre (c) 2019



viernes, 8 de noviembre de 2019

Una de las mejores victorias de Luis Ocaña


De haber seguido con vida, Luis Ocaña hoy hubiese cumplido años. Hoy toca explicar una de sus mejores victorias de etapa...

"Para la prensa francesa, que asiste ajena y curiosa a los acontecimientos, el duelo Ocaña-Fuente es un asunto puramente español, tan español como el honor, los celos y la guerra civil. Tarangu, decidido, le planta cara a Ocaña y ambos mantienen una lucha homérica en el Télégraphe, y luego en el Galibier y el Izoard, hasta les Orres. 237,5 kilómetros y todos los grandes Alpes para ellos dos solos. En el Télégraphe, a 170 kilómetros de la meta, cuando ya sólo quedan en cabeza Ocaña, Fuente, Thévenet, Mariano Martínez y Michel Perrin, Tarangu demarra con fuerza. Ocaña le alcanza. Los demás se quedan y se organizan como pueden, como supervivientes de un naufragio arrojados al mar en un trozo de madera.

—¿Dónde vas, Tarangu? No ataques, vente conmigo, colabora, releva, sígueme, que yo te haré segundo en París.

Fuente no responde. Vuelve a atacar. Plato grande, las venas reventando en sus gemelos. Así hasta 20 veces. Veinte veces ataca Fuente, 20 veces aguanta Ocaña. Resiste tranquilo hasta que Fuente no puede más. Entonces, Ocaña se siente Merckx.

Ha sido una de las mayores hazañas de la historia del ciclismo”, exclama Anquetil.

—Sígueme si puedes.

Fuente se agarra a su rueda como quien se agarra al rabo de un toro y se deja llevar. Así suben el Galibier desde Plan Lachat, a 135 kilómetros de la meta. Y después suben el Izoard y atraviesan la Casse Déserte, donde se sienten no en la luna, que eso es el Ventoux, sino en Marte. Y siempre Ocaña delante, con solo el horizonte ante su vista. Y nunca mira atrás. Para él, Fuente no existe. Solo le ve cuando el asturiano le esprinta en la cima del Izoard para puntuar. Tarangu aguanta hasta que pincha su bicicleta. A 30 kilómetros de Les Orres, en el valle del Guil, se queda parado Fuente y Ocaña, que es Merckx en busca de la inmortalidad, pero un Merckx en cuyo pasado están su padre serrando árboles y destrozándose las manos, y sus tíos bajando ligeros el Escabas en troncos y luchando en la guerra, y Cescutti entrando en Berlín, y las derrotas de Menté, del Aubisque, del Balón de Alsacia, y de hambre y de miseria, un Merckx hecho de carne y hueso, de victorias y derrotas, de dolor, y no solo de gloria. Sigue como antes, como si siempre hubiera estado ascendiendo solo. A Les Orres Fuente llega segundo, a 57 segundos. El tercero, Martínez, a quien Thévenet acusa de chuparruedas, llega a 6 minutos y 57 segundos. El sexto de la etapa es Zoetemelk, a 20 minutos y 24 segundos. El último, Tabak, llega a 59 minutos y 22 segundos, fuera de control, pero es repescado, como el penúltimo, Pustjens, que había llegado a 58 minutos y 36 segundos. Doce corredores son expulsados por agarrarse a los coches de sus equipos. Un parte de guerra del que habría estado orgulloso Merckx.

—Es increíble, es increíble —dice Ocaña en la meta—. Nunca había sufrido tanto. Fuente sube mejor que nadie, pero en el Télégraphe le he derrotado. He hecho 150 kilómetros solo, con un parásito a rueda, contra el viento, por todas las montañas, eso es muy duro. Dejadme, estoy cansado.

—Nos has hecho recordar a Coppi, a Koblet, a Merckx—, le adulan los periodistas.

—Yo soy Luis Ocaña.

—Ha sido una masacre, una aniquilación colectiva —le dice Pierre Chany, cronista de L’Équipe.

Y por los altavoces, en la meta, se oye la emisión de la radio Europe 1, se oye la voz de su gran comentarista, la voz de Anquetil. “Ha sido una de las mayores hazañas de la historia del ciclismo”, exclama Anquetil, su amigo Jacques, incontenible. “Ha sido más grande aún que lo de Orcières-Merlette. Y sí: hoy también Luis Ocaña habría derrotado a Merckx”.

Ocaña va directo al hotel y se mete en la cama con maillot y culotte sudados, sin cambiarse, sin ducharse, sin haberse quitado el linimento ni el dorsal, sin cenar."

A la una de la mañana se despierta con hambre y pide cerezas.

Fuente: diario El País

Por Manuel Aguirre (c) 2019



viernes, 1 de noviembre de 2019

Recordando José Luis Laita del Barco


Hoy, como todos sabemos, es un día especial donde nos acordamos de nuestros difuntos, y Ciclismo Nostálgico también se acuerda de ellos, empezando por José Luis Laita del Barco, al que Dios tenga en su gloria, y el cual compartía con nosotros estás palabras hace 6 años:

"El final de una aventura

El año 1968 terminó bien, me encontraba recuperado y las cuatro últimas carreras no se me dieron mal, eran sobre terreno conocido y conseguí premio en tres de ellas, así que decidí correr un año más. Ya estaba acostumbrado a este tipo de vida, un nuevo convenio había cambiado mi horario de trabajo, y disponía de todas las tardes libres. Al solicitar la licencia en la Federación me dijeron que un nuevo reglamento excluía a los corredores de 27 años de las carreras de aficionados, y que se había formado una nueva categoría, los Aficionados de Primera Especial, que competían con las pruebas para profesionales. Así es la vida, el año anterior era un ejemplo a seguir, y ahora me había convertido en un proscrito.... Aquello fue todo un mazazo...yo de siempre había entrenado con amigos profesionales, pero una cosa era seguirlos en pretemporada, y otra el poder aguantar el ritmo de un pelotón.....Me lo pensé detenidamente, y firmé la licencia, más por amor propio que por ganas. Tuve que ajustar el plan de entrenamiento a más distancia y mucho más ritmo, y os digo que rodar 240 Kms. en el mes de febrero hablando con el manillar es un tormento chino que te deja el cuerpo más torcido que la niña del Exorcista...
Me encontraba un día en la salida de una Amorebieta - Urkiola, la víspera del Premio Primavera, y caía una ligera nevada. Era blanco de las bromas de algunos amigos, y en aquel momento se nos acercó un corresponsal de la prensa, que tras saludar a los primeros espadas se dirigió a mí y me dijo " pero qué haces tú en profesionales, ya estás bien de la cabeza ?" Uno de mis compañeros se adelantó, y le dijo: "José Luis está muy bien de la cabeza, pero al cumplir 27 años no le dejan seguir corriendo con aficionados, así que..aquí lo tienes, como los hombres " Esto me valió ser citado en la crónica de aquella carrera, señalando que para mí lo importante era participar..qué cosas...
No voy a contar detalles de las carreras que corrí este año...las organizaciones por lo general limitaban la participación a los primeras y segundas para ahorrar un dinero en tasas federativas y había que buscarse la vida por otras provincias cercanas donde nos abrían la mano. Muchos esfuerzos, muchos viajes, pocas satisfacciones..acabé la temporada como pude, y con una gran tristeza puse fin a una aventura de doce años.
Creo que en toda mi vida me ha impulsado más la ilusión que las fuerzas, y cuando la ilusión se acaba....se hace muy difícil seguir. Había elegido ser ciclista por mi libre voluntad, había superado innumerables obstáculos de todo tipo, había formado mi carácter en una escuela muy dura...y tal vez esto me ayudó en el futuro a cumplir con mi deber, y a formar una familia de la que estoy muy orgulloso...
Siempre me he sentido ciclista, no dejé la bicicleta a un lado, seguí rodando en mi tiempo libre, y años más tarde volví a las carreras al volante de un coche de equipo, tratando de trasmitir aquello que aprendí con tanto trabajo...algunos me habréis conocido en ese tiempo, varios habréis pasado por mis manos...He procurado en todo momento dar lo mejor de mí, es demasiado pedir que me recordéis de vez en cuando, pero os aseguro que todas y todos tenéis un sitio en mi corazón....Ha sido una bonita aventura, de verdad ...."

Por Manuel Aguirre (c) 2019





viernes, 25 de octubre de 2019

El «Merckxismo»


Sabrina Merckx nació pese a su padre el 15 de julio de 1969. Claudine, la madre, rompió aguas mientras el padre, el aún joven Eddy Merckx, disputaba la etapa del Tourmalet y el Aubisque. Llamó de urgencia al ginecólogo y no contestó. Nadie estaba esa tarde en Bélgica. Hacía treinta años, desde la lejana victoria de Maes, que el país no ganaba el Tour. El médico no cogía el teléfono. Estaba, como todos, pendiente del padre de Sabrina. Devotos ya del de una religión que nació también ese mismo día: el «Merckxismo». Nadie esperaba que el líder, de apenas 24 años, se fugara en solitario durante 140 kilómetros pirenaicos.

Ni el propio Merckx, como él mismo reconoce, volvió nunca a ser tan poderoso: «Ese año, en septiembre, sufrí una caída en Blois y me lastimé la espalda. Todavía me da molestias. Quizá por eso y aunque gané otros cuatro Tours, jamás me sentí tan fuerte». Palabra de ciclista total, hombre orquesta: 525 victorias, cinco Tours, cinco Giros, una Vuelta, el récord de la hora y más de treinta clásicas. Campeón global. Dios del «Merckxismo», de la religión escrita en un recorrido similar al que hoy pisa el Tour.

El Peyresourde, el Aspin, el Tourmalet y el Aubisque. Y la meta se alarga hasta Mourenx, a más de 70 kilómetros del Aubisque. Demasiado lejos, dicen todos. Hasta piensan en un sprint. No sabían lo sucedido la noche anterior. Uno de los gregarios de Merckx, Martin Vandenbossche, anunció que se iba, que dejaba el equipo Faema. Merckx era un talento creciente: un año antes había destrozado a Felice Gimondi en el Giro, en Las Tres Cimas de Lavaredo. El Tour era la siguiente escala en su leyenda. No quería pegas. Vandenbossche pecó. Y lo pagó el día que nació Sabrina. Su padre andaba rabioso. Antes de salir dejó dicho: «Cuando los demás lleguen a Mourenx yo ya me habré duchado».

El sol aplastaba Francia. Joaquín Galera coronó el Peyresourde y el Aspin. Merckx dejaba hacer. Mediado el Tourmalet, a su lado sólo quedaban Agostinho, Van Impe, Pingeon, Gandarias y Vandenbossche. Vista la calma, Vandenbossche salió a por su instante de gloria. Quería coronar el mito, el Tourmalet. Ahí, en ese trozo de asfalto que hoy rotulará el Tour, surgió la figura más elevada de Eddy Merckx. Quedó para siempre asociado a ese paisaje. Atrapó a Vandenbossche y pasó primero la cima. Le pisoteó como a una colilla.

Y entonces sucedió la locura. Merckx no paró. Algo instintivo. No necesitaba más tiempo. Tenía el Tour en la mano. ¿Por qué lanzarse a un desafío inhumano? 140 kilómetros hasta la meta, con el Aubisque incluido. Porque sí. Porque era Eddy Merckx y quería dejar allí un eco eterno. Que lo cuenten siempre. Esa es la esencia del ciclismo. El belga ingresó en la historia de los Pirineos. Como la etapa Bayona-Luchón de 1926, cuando Buysse tardó 17 horas en alcanzar la meta y celebrar el triunfo tras 326 kilómetros y todo un día de barro y diluvio. Como el grito de Ocaña en Mente, en 1973, caído a rueda de Merckx y desesperado por su tragedia. Como el sacrificio de René Vietto, que pese a ser el líder fue obligado a esperar a Antonin Magne en el descenso del col de Hospitalet. Como el descubrimiento de Miguel Induráin entre Jaca y Val Louron, en 1991, cuando el navarro tiró a por su primer Tour en el descenso del Tourmalet...

Merckx fue la revelación. Ardía la montaña. El belga no cejó. Quería trascender. Le quedaban 60 kilómetros de llano. De soledad. Él contra todos. Llegó con tiempo de sobra para ducharse. El primer grupo entró a ocho minutos. Al día siguiente, el diario L'Equipe tituló así su editorial: «Merckxismo».

«Fue mi victoria más bella. El último día, en la meta de París, todo el mundo gritaba mi nombre. Era mi sueño. Y nunca más tuve una emoción igual». El 21 de julio de 1969, un hombre subió a la Luna. Neil Armtrong descendió las escaleras del «Apolo XI». Un día antes, en Francia, un dios bajó a la tierra. Eddy Merckx.

Fuente: diario El País

Por Manuel Aguirre (c) 2019